Los locales no perdonaron el día de su presentación. Carroll y Kuyt aceptaron de buen grado las dádivas levantinas al principio y al final de la cita. En los momentos en los que hay que hacer de la concentración virtud, el cuadro che se perdió en sus pensamientos. El equipo de Emery se lleva un sabor agridulce, con un toque picante tras múltiples tanganas.
Anfield no concibe el término amistoso. Los fieles del Liverpool espolearon a los suyos como en las grandes tardes. El templo del fútbol inglés desplegó su magia en los prolegómenos del choque como si de la mismísima final de Champions se tratara. Quizás era algo más importante incluso: un día de liturgia en Anfield.
El conjunto valencianista entró al campo boquiabierto ante la más clásica de las homilías locales, la salida en tromba. Como si las continuas internadas por el flanco izquierdo de Downing no fueses suficientes, David Albelda se disfrazó de infantil en una mansa cesión para su portero Alves que llevaba veneno en sus entrañas. El "Meteorito" Carroll apareció como un huracán para inyectar la primera picadura al corazón che. Balón al poste derecho de Alves y rechace al fondo de las mallas en centésimas de segundo. Era el minuto 7 y los Reds alcanzaban la justicia, de la forma más injusta posible para el experimentado Albelda.
El Valencia se rehizo poco a poco del mazazo. Tenía el balón, pero no tenía el partido. El peligro lo llevaba el Liverpool a cuentagotas, agazapado cual felino en un entramado táctico de cátedra futbolística. Mata no existía, Piatti y Jonas eran dos espectros que deambulaban por la cancha. Parejo había perdido su bisturí y Albelda y Bruno no podían parar los relámpagos rojos. Sólo un Topal omnipresente parecía llevar el vestido adecuado para la ocasión.
Segundo tiempo
El carrusel de cambios llegó al partido de manera sibilina, como un chapón acude a la biblioteca. Pero nada cambiaba. Ni Maduro ni Tino Costa ponían rigor en la sala de máquinas. Y en estas salió otra hornada de la trastienda de ambos bandos. El 'otro Juan', más conocido como Bernat, y Feghouli añadieron oxígeno a la combustión valencianista.
Kuyt hacía lo propio en un Anfield que se había rendido a los encantos de Carroll, sustituido. Un gol, una tarjeta amarilla-naranja por una brutal entrada a Rami, una infinidad de tanganas, varias cartulinas provocadas y la sensación de ser el delantero insaciable que plagará con su cara los dormitorios de la hinchada de los Reds. Así es Carroll. Nada se queda igual cuando él pasa.
El Valencia decidió que ya bastaba y empezó a jugar al fútbol. Quince minutos frenéticos en los que la entrada tardía de Banega hizo soñar a los de Emery con el empate. El argentino cambió su foto de facebook por las de tres pases de ensueño, pero siempre sucedía algo inesperado cuando se accionaba el flash. Feghouli lo hacía todo bien menos el gol. Soldado no estaba llamado a esta guerra.
Así llegó una jugada aislada a balón parado cuando el partido quería decir adiós y el Valencia recordó que todavía tenía un paquete guardado en la guantera. Fallos sucesivos en el despeje, aprovechados por el holandés Kuyt y finiquitados por un convidado de piedra, el griego Kyargiakos. Dos cero y a otra cosa. El Valencia, ora indolente, ora imaginativo. El Liverpool eficaz como un reloj suizo. Y unos fieles de Anfield, para los cuáles todos los días son domingo.
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